domingo, 24 de julio de 2011

Las dunas doradas



Cuando estaba preparando este viaje me interesé en buscar información sobre los lugares que visitaría y una de las personas que me proveyó de una cantidad importante de datos fue Antonio Olmedo.


Típico de él, que ama Brasil y su naturaleza, por cierto, gestiona una web que interesa visitar www.taquarussu.com

Una de las imágenes, que enseguida llamó mi atención cuando leía los folletos sobre Tocantins y sus parques naturales o encontraba webs al respecto, fue sin lugar a dudas las Dunas de Jalapão.


Creo que lo que más encendía mi curiosidad era el pensar la existencia de dunas en un lugar que imaginaba más propio de floresta cerrada.

La verdad es que me resulta estimulante enfrentarme a mi propia ignorancia y vencerla, aunque sea en alguna que otra batalla.


Y sigo corroborando que viajar abre la mente y, en mi caso, me permite ser más tolerante y humilde. Y lucho por aprender y aprehender de las personas, cosas y bichos.


Las Dunas Doradas (lo de doradas es una licencia que me atreví a tomar) se encuentran a los pies de la sierra Espíritu Santo y se nutren de la erosión de esta pequeña montaña de aproximadamente 800 msnm.



Según datos que pude conseguir las dunas crecen a razón de un metro por año aproximadamente.

Aunque no sé la exactitud de esta información, he podido ver, con asombro, la copa de un árbol que apenas sobresalía de una de ellas.
Es más enriquecedor comprender el fenómeno de las dunas viendo en conjunto la imagen de la sierra de Espíritu Santo.


Con aproximadamente 800 metros sobre el nivel del mar, no es su altura lo que más me impresiona sino la extraña coloración qu
e presenta la cara Oeste y que veo expectante desde el 4x4 en movimento.

El sol de mediodía incide verticalmente sobre la sierra y los minerales tiñen una paleta de pintor grandiosa que no debería estar allí, o por lo menos a mi me lo parece.



Es difícil calcular, por la distancia, pero la extensión es enorme; su forma es la de un cono invertido que ocupa toda la altura de la sierra y estimo unos tres kilómetros de ancho.

Aunque se ven espacios similares,
pero mucho más pequeños, como manchas en el verde vital de la floresta.


El fenómeno es interesante, pero no descubriré toda su importancia hasta que suba a la cima del Espíritu Santo.


Quizás, más que cima, se pueda hablar de una meseta que corona toda la sierra.

El sendero se interna reptando, para salvar la pendiente. Por suerte a esta hora el sol baña la cara opuesta y toda la montaña es un gran protector que nos provee de una subida fresca y agradable.



El paisaje va ganando encanto a medida que el horizonte se presenta diáfano merced a la altura.


Sierras similares

en altura a la de Espíritu Santo se divisan a lo lejos.

Una de ellas me llama la atención porque difiere de las otras. Su aspecto peculiar me recuerda una pirámide Maya, de ocre altar de sacrificio.


Las veredas dibujan extrañas corrientes de verde grama, como amplias autovías naturales que cruzan la llanura.



Estas veredas son los lugares donde se acumula el agua en la época de lluvias y son el espacio favorito del burutí que se agrupa dando la impresión de oasis en plena llanura.





La palmera de burutí tiene una especial relación con el agua y son la seña de identidad de las veredas, como gigantes que señalan
el camino.


Del burutí, las manos hábiles de las comunidades quilombolas, extraen un aceite con propiedades medicinales, utilizado desde hace mucho tiempo para tratar heridas o hasta las mordeduras de serpientes, que abundan en la zona.



Los Quilombos eran los poblados donde se refugiaban y resistían los esclavos que huían de los hacendados que los sometían desde 1502, año en que comenzó la "migración forzada" de África a América.


Usualmente se encontraban en la profundidad de la selva (Mato) y estaban fuertemente protegidos.


Leer y escuchar relatos de esa época, contadas por Víctor Fonseca, lector empedernido de esa historia cruel de Latinoamérica, encoge el corazón. Y pone en duda el concepto de humanidad de quienes la vida humana vale según el color de la piel.


Dejo esos pensamientos para otro momento mientras la brisa fresca que peina la ladera del Espíritu Santo me anima a proseguir.


La naturaleza vuelve a mostrarse metafóricamente educativa y me enseña el valor del tesón y la lucha por vivir.

Una planta hunde sus raíces en una piedra y es el vivo ejemplo de que nada es imposible, que la adversidad es sólo cuestión de puntos de vista y que además uno/a puede salir más fuerte y vigoroso/a.


La llegada a la cima no me asombra; esperaba lo que mis ojos me anticiparon y emprendo un nuevo camino que se abre por la meseta en dirección al "Mirante".




Son sólo tres kilómetros lo que me separa de un paisaje lunar de rocas erosionadas, como esculturas prehistóricas que se desgastan lentamente como un tributo a Gea o a la Pachamama, la Madre-Tierra de los aborígenes andinos.

El paisaje es sobrecogedor e impactante y no puedo evitar pensar en el tiempo que la montaña se desgrana mientras el viento moldea y transporta su esencia.






El resultado es increíblemente bello, aún a la distancia. A lo lejos, quizás tres o cuatro kilómetros se extienden las Dunas de Jalapão, doradas como el sueño de Midas.




El viento sopla con fuerza en el mirador, como empujándome a retroceder para ocultar su desnudez de siglos.


Algunas rocas parecen más resistentes al agua y al viento y forman esculturas desiguales que semejan torres derruidas.






Dejando volar la imaginación el conjunto parece un enorme tablero de ajedrez donde algunas piezas siguen caídas mientras otras resisten el asedio.


Entre los colores predominan el ocre, el blanco y el rojo, característico de esta zona, mientras la flora del Cerrado, que envuelve al Espíritu Santo, tiende su manto protector de varias tonalidades de verde.




Como todo regreso (¿os habéis dado cuenta?) el camino hacia el coche resultó mucho más corto y me tiré de cabeza a beber agua fresca que guardábamos en una providencial caja isotérmica.


Me di cuenta que estaba ansioso por conocer la segunda parte de este drama natural. Caminar y vivir de primera mano la sensación de hundir los pies en las doradas arenas de Jalapão.


Pocos kilómetros más adelante y rodeando la sierra encontramos el acceso hacia las dunas.


Las huellas de neumáticos son serpientes gemelas de arena, que nos h
ace el complicado avanzar. El 4x4 se desliza y arremete,casi con furia y, a veces, con desgana.

El paisaje cambia y ya he perdido la cuenta de las sorpresas que Jalapão me ha regalado.


Una llanura de hierba seca, llena de "siempre vivas" o jalapa, que ofrece rayos amarillos y en el extremo pequeñas bolitas. Una representación a escala del universo realizado por un niño para la clase de ciencias.


Los nidos de cupins engañan a simple vista y dan la impresión de ser estrellas fugaces que decidieron caer todas juntas.



Grises rocas de mentira casi huecas por dentro que alojan comunidades multitudinarias de este insecto que se alimenta de madera.


Pero eso es sólo el comienzo. Mas allá un lago, tan azul como el cielo, refleja la plana silueta de la sierra mientras las palmeras lo rodean como caminantes sedientos.


El entorno es maravilloso, como Arasatuba suele decir, y mi cámara dispara sin descanso en un intento vano de guardar el momento. Mañana el contexto será similar pero nunca será el mismo cuando mi sombra y mi corazón fueron parte de él.


Las dunas están frente a mí y la rodea un arroyo poco profundo de agua cristalina y tibia que aún así me refresca.

Los reflejos resaltan el dorado-anaranjado de la montaña de arena y para mi sorpresa mis pies resisten la temperatura que el sol ha volcado generosamente sobre la ondulada superficie.



Camino hacia la cima siguiendo la huella de otros antes que yo, y me adentro, paulatinamente, en un paisaje propio de un desierto que apenas conozco por relatos de amigos.


La tarde cae suavemente y el sol arranca destellos al agua y a la arena.

Me siento al borde de la duna y ya el calor no sofoca sino que es un agradable compañero tibio y amigable gracias a una brisa suave que diseña líneas
serpenteantes.

Respiro profundamente y me integro con el lugar. El tiempo toma otra dimensión y ya no es fuente de prisa, de manecillas que giran veloces, de dígitos casi invisibles que mutan.


Mi corazón se acompasa con el corazón de la tierra y ya no soy un extraño sino un viajero que ha tardado mucho en venir pero que es bien recibido.













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