Creo que quien conoce Taquaruçu coincidirá conmigo sobre el momento mágico que supone el atardecer, cuando la luz del sol incide de una manera particular en la piedra de Pedro Paulo.
Como casi siempre en esta época, el cielo deja las profundidades del azul marino y se contenta con un celeste un poco más pálido. Parece que quisiera dejarle el papel protagónico a las diferentes tonalidades de verde, vitales y apiñadas, que cubren prácticamente toda la montaña. El resto es roca, ocre y mineral, que destaca imponiéndose tenaz, como las pinceladas furiosas de un pintor decidido.
Cuenta la historia que Pedro Paulo, misionero jesuita, allá por la mitad del siglo pasado subía su bronceado saxofón para interpretar dulces melodías en una roca erosionada por el paso del tiempo, la lluvia y el viento.
Creo que quizás era su momento de reflexión, su momento mágico, ese espacio donde la música es la mejor compañera. Donde los latidos del alma sincronizan con las notas y ambos fluyen, se dejan llevar. Resbalan suavemente en un tiempo sin tiempo.
Con el pasar de los años la piedra heredó su nombre y tal vez también su capacidad de generar momentos mágicos muy alejado hoy de la dulce melodía de su saxo.
El sendero nos lleva, la mayor parte del tiempo hacia el cielo, rodeados del mato tupido de árboles y plantas que aún no conozco.
La tierra roja se mezcla con el aire caliente del final de la tarde. No caminamos demasiado, apenas media hora, pero la inclinación del terreno nos arranca resoplidos de un esfuerzo que la visión esporádica del valle mitiga.
La altura añade belleza al paisaje, la perspectiva se ve enriquecida. La distancia, paradójicamente, me permite precisar los lugares, ubicarlos en un contexto mayor y distinguir cada espacio.
Veo las sierras que rodean a la población y percibo otros valles que discurren el este y al oeste y no puedo dejar de pensar en algo que me dijo mi amigo Antonio Olmedo , mas o menos con estas palabras, “la región es como una gran meseta que se ha erosionado dando lugar a diferentes valles”. La geología no es mi fuerte, lo admito!
En esta ocasión nos acompaña Víctor Fonseca, gaucho originario del sur de Brasil enamorado de esta zona, que encontró en Taquaruçu su lugar en el mundo.
Víctor es la imagen de la solidaridad y nuestro guía desde que la roja tierra de Tocantins entró en nuestra vida, literalmente hablando.
El vive aquí desde hace cuatro años e integra su actividad de profesor de educación física en un colegio rural con la construcción de su casa, de “adentro hacia afuera” como le gusta decir, de cara a la naturaleza.
Como buen gaucho “do sul” está siempre acompañado de su çimarão (en Argentina lo llamamos mate) y nos acompaña en este sendero. Me resulta vagamente familiar ir tomando mate mientras caminamos y recuerdo que era la infusión que tomaban los aborígenes del sur de Brasil, noreste de Argentina y parte de Uruguay y Paraguay: los Guaraníes. Posteriormente esta infusión, similar a un Té se extendió prácticamente por todo el cono sur siendo un sello de identidad de esos países.
Al fin llegamos a la Piedra de Pedro Paulo que tiene la forma de una seta, poco mas o menos, una plataforma lisa con una base mas reducida debido a la erosión de la roca calcárea por el viento .
Llegamos en el mejor momento, cuando el sol es una esfera dorada que poco a poco se vuelve carmesí y entra en la tierra como un amante precavido. Sus últimos rayos ya no son de fuego intenso sino de tibia caricia.
Es un punto privilegiado desde donde se puede ver el valle de Taquaruçu. La roca , aun caliente, es un bálsamo para estirarnos y ser conscientes de la quietud que nos rodea. Respirar y sentir profundamente el latido del universo.
El mate, çimarrao, vuelve a cumplir su labor social. De encuentro, fomentando lazos de amistad, creando espacios para compartir. En ese momento el idioma no es un obstáculo para aprender las leyendas e historias, es algo mas que enriquece nuestras vidas.
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