viernes, 1 de julio de 2011

Surcando el cielo

En 1940 Anisío Moura, uno de los primeros pobladores de Taquarussu, se asentó en un rico valle donde el cerrado justificaba su nombre y ofrecía a quien lograra vencerlo una vida esforzada y dura pero también esa calidad de vida que solo puede ofrecer la comunión con la naturaleza. Hoy a sus noventa y tantos años él puede confirmarlo.

Hoy la Fazenda (hacienda) de la familia Moura es la mas antigua de Taquarussu y se sitúa aproximadamente a tres kilómetros de la población y en ella se encuentra la segunda tirolina mas importante de Brasil.

Esta estructura que básicamente se compone de dos cables de acero con sendas plataformas en sus extremos cruza uno de los valles que conforman esta zona en plena sabana tropical. Con una extensión de 1300 metros y un desnivel aproximado de 620 metros permite una vista panorámica y una increíble explosión de adrenalina que no quise perderme.

La mañana, como ya empieza a acostumbrarme la “temporada seca”, se presenta bastante fresca. Parece muy lejano el calor que te induce a buscar la umbría como compañera, sin embargo, poco a poco el sol se deja sentir mientras vamos de camino a la “Tirolesa” Vôo do Pontal.
Camino a la Tirolina



Floresta típica de El Cerrado
Recorrer el camino de tierra que nos introduce a la hacienda es como volver a tiempos pretéritos y puedo imaginarme, sin demasiada dificultad, a los primeros pobladores andando por una foresta que apenas ha evolucionado con el paso del tiempo. Esta es una característica de la vegetación que crece en la zona intertropical, la escasa variabilidad climática hace que podamos ver especies vegetales que no han necesitado cambios adaptativos profundos.
La Tirolina inicia el descenso desde la montaña que esta enfrente

Llegamos temprano, aun no ha salido el primer grupo de la mañana con destino a la plataforma elevada donde realmente comienza la aventura.
La gente esta excitada. Es el preludio de lo que vendrá, esa extraña sensación de algo que aun no se ha experimentado pero que imaginamos diferente y estimulante. Ese hueco de información que de alguna manera completamos con el recuerdo de experiencias anteriores.

Parte el vehículo que lleva al grupo y pedimos autorización para grabar en video; es una muy buena ocasión de practicar con la cámara.

Mientras vemos bajar a las diferentes personas aprovecho para hablar con los operadores de la tirolina en el portugués de “dosdias” que a trompicones he podido construir. Nos entendemos bastante bien, al punto que olvidan que soy extranjero y se largan a hablar a una velocidad que a mis neuronas lingüísticas les cuesta seguir.
 
En ese momento aprendo que hay dos tipos de deslizadores que se desplazan sobre el cable de acero y que su utilización depende del peso de la persona. Uno de ellos permite una velocidad de 10 metros por segundo y el otro de 20 m/s: si eres una persona grande te tocará del primer tipo.

Si la velocidad de desplazamiento no es la adecuada puede pasar que te frenes antes de llegar a la plataforma y habrá que ir a “buscarte”, la dificultad es mayor cuanto mas lejos de la misma te hayas detenido.

“Pero no te preocupes, puedes alcanzar una velocidad de entre 95 y 98 kilometros por hora”. Creo que en ese momento me sentí preocupado.


Llegó el momento de la verdad y me encuentro de pie a unos 620 mts de altura y a unos, nada despreciables, 1300 metros de distancia del punto donde me espera el final del recorrido.
Plataforma  de salida a 620 mtrs. de altura

Ante mi, el paisaje me devuelve una extraña sensación de serenidad pintada de multitud de verdes y de ocre mineral. Una rampa de madera con destino el vacío me invita a recorrerla, en realidad me reta a experimentar algo que nunca he vivido: ser por un momento el dueño del viento.


Los cables que me llevarán a destino se pierden, son invisibles a partir de un punto lejano y todo el temor se convierte en euforia cuando mis pies ya no tocan tierra firme.

No tengo el control de la caída y sin embargo decido adueñarme de lo que siento, saborear sin mesura las sensaciones que me produce.

La velocidad es bestial, apenas lo podía creer cuando me comentaban que se podían alcanzar hasta 98 km/h, sin embargo la sensación es impactante y cada segundo se vive con una gran intensidad. Mientras desciendo dos tucanes vuelan cruzando el valle, apenas un poco mas alto de donde me hallo, dos manchas amarillas y negras que me ignoran en ese gran cielo azul.

Por debajo la selva tropical pasa rápidamente a medida que dejo detrás mío la montaña de colores dorados y rojizos debido al manganeso que contiene.

El arnés que me sostiene no me permite ninguna maniobra, así que giro sin apenas control de la situación. El paisaje muda de montaña a llanura donde las palmeras Babasu se mecen con la brisa saludando mi osadía.

Ahora no son tucanes sino urubúes quienes me observan desde las alturas con su vuelo indolente de grandes alas que utilizan para planear sobre las corrientes ascendentes de aire caliente.

Ha pasado poco mas de un minuto y de nuevo mis pies tocan una plataforma de madera. A la inquietud del principio, que se disipó casi a mitad de camino, la sustituye un grito de alegría; una válvula de escape a tanta adrenalina contenida.

Me siento como un niño que ha probado su valor y quiere volver  a la montaña rusa, solo que esta vez el escenario es la naturaleza tropical de un lugar llamado Taquarussu.



        

  

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